¿Adaptarse o morir?
- María N. Martínez.
- 14 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Como todos los días desde que este interminable confinamiento inicio, me levanto por las mañanas, sin el sentido del tiempo, sin la emoción que aguardan los viernes de poder salir con los amigos, sin la cosquilla de un Sábado de comer en casa de la abuela, sin la preocupación de acomodar mis libros un Martes en la noche para asistir al otro dia a la universidad; Desde aquel 23 de marzo confieso que perdí el ritmo de mi vida y hoy no importa más en qué día sobrevivo.
Pero el estar en una situación que se asemeja a las películas que retratan al fin del mundo no te da derecho a parar de trabajar, el mundo puede verse lo más caótico desde que lo conociste, pero el hambre en tu estomago sigue presente, el recibo de la luz llega puntual y las necesidades simplemente no se saben aquietar a pesar de la situación.
Con todo esto en mi cabeza, decidí emprender mi viaje a las calles del centro, en busca de mi materia prima para sobrevivir, porque yo también necesito trabajar.
Conozco cada rincón del centro histórico como si hablara del mapa de lunares de mi propio cuerpo, se a qué huelen las calles, a que sabes los puestos ambulantes de tlayudas, se como se escucha el grito de las marchantas que ofrecen sus productos, tuve la dicha de crecer entre diablos y gritos de ¡llévele guerita!.
Me enfilo por la calle de Correo Mayor, no hay basura en el piso, puedo apreciar por primera vez cada piedra que compone la carpeta asfáltica, el único sonido que corre por el viento es el del paso de los carros que cruzan Avenida San Pablo y se pierden a lo lejos por el Claustro de Sor Juana, mi destino final es el callejón de la belleza el mismo que surte a las estéticas de baja y alta gama alrededor del país o como bien se conoce la alhóndiga.
Avanzó por mesones y todo me parece nuevo, el color de las paredes que meses antes no conocía porque el ambulantaje lo tapaba, los semáforos que hoy apareció por primera vez pues las lonas de los puestOS los cubrían, los que se dedicaban a la venta de disfraz hoy anuncian en sus entradas venta de gel y cubrebocas, las cortinas todas cerradas, no hay diableros corriendo, tampoco policías poniendo arañas a los carros, no escucho el grito de los paisas, invitando a comer tu rico taco, tampoco están las bellas mujeres que se paran a ofrecer sus servicios en los hotelitos escondidos por la plaza de la aguilita, las mercerías ahora están inundadas de tapetes para evitar la entrada del covid a tu casa, las que aplicaban uñas ahora venden comida corrida para llevar, y todo lo que antes yo conocía parece solo ser un recuerdo en mi memoria.
Al llegar al callejón donde siempre surti mi material para aplicar extensiones de pestañas, me encuentro con una calle sola, de cortinas blancas y cerradas, policías con vallas y uno que otro valiente que vende escondido en la sombra de las vecindades aledañas, pendientes de la policía y escondidos como si su trabajo se tratara de algo ilegal, no hay gritos , el ajetreo se fue, los colores y las risas no están más.
El hambre persiste, los recibos llegan en la fecha, tu refrigerador tiene que ser llenado de nuevo, tu perro busca croquetas en el plato, así todos y cada uno vivimos nuestra propia historia, están los que cambiaron de giro en su venta, los que venden escondidos como si de una grapa de coca se tratara, los que buscan sustento en nuevos trabajos, los que cosen cubrebocas, todos con el mismo propósitos adaptarse a la tan sonada nueva normalidad o morir en el intento de vivirla.

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