Caminar en la cuidad en tiempos de pandemia: entre el miedo y la sospecha
- Katia Moreno
- 6 jul 2020
- 4 Min. de lectura
—Desde que se embarazó Joss, hace 3 años, he vivido en confinamiento. Tenía que trabajar para mantenernos. Cuatro paredes encerrando el aroma de miel, amaranto, cacahuate, piloncillo, esfuerzo, lagrimas de sudor por doquier, cansancio, quince seres humanos y un poco menos de cuarenta grados de temperatura; de lunes a viernes, por unas diez horas o más, según terminara mi labor. Los fines de semana no descansaba, salía a vender chácharas a un tianguis, o hacía cualquier otro trabajo que se ofreciera. De mi casa al trabajo y de ahí a mi casa, recorría las calles sólo para el traslado—dijo Carlos al teléfono.
La abejita era una empresa de amaranto y miel hasta que el índice de contagios por covid incrementó, comenzó el confinamiento y cerraron los establecimientos más potenciales para la venta de sus productos, los gimnasios. Ya no se percibe el mismo aroma dulce de alegrías, chocolate, galletas y granola; es otro tipo de dulce, el de ingredientes mezclados, amasados y horneados, con relleno de algún sabor dulce pero también salado; el esfuerzo, el sudor y el cansancio siguen vigentes, aunque no tan intensos; ahora sólo hay cuatro trabajadores; la única cosa que no cesa es el insoportable calor y las arduas horas de trabajo, que han incrementado, ya no son diez, pues no conforme con elaborar el producto, también tienen que venderlo, a la luz de la luna.
—Las últimas veces que fui solamente estuvimos poniéndole arándano a unas tablas para hacer las barras, se detuvo la demás producción y también nos acabamos los arándanos—mencionó Joss.
El jefe hizo recorte de personal con el pretexto de un “descanso”, —ahorita no tengo trabajo pero ven en 15 días—les decía, pasaban los quince días y otra vez. Se fueron acabando las personas.
—Yo ya no le quiero preguntar nada porque es obvio que me corrió, una vez me quiso mandar a degustar, pero se me complica porque no hay nadie que cuide a mi bebé. Sólo sé que a una chica sí le dijo que la despedía y le liquidó, a Carlos también lo quería “descansar”, pero le dijimos que era injusto que nos descansara a los dos, y por eso lo dejó seguir.
Comienzan desde las ocho de la mañana, preparan la masa, los ingredientes y el horno; a las cinco de la tarde se termina el proceso de elaboración, se deben dejar enfriar aproximadamente una hora y media y se embolsan; al final hacen la limpieza, no todos, porque como en todos lados, alguien se sale con la suya, y por una u otra cosa ese alguien siempre se va antes. Hasta las ocho de la noche es momento de salir a vender.
—A mi me entregan 79 empanadas. Le aviso a Joss de qué sabor me tocaron para que ella las vaya ofreciendo vía Facebook, y cuando yo llegue con ella repartamos los pedidos. De camino a mi casa les vendo a algunos que ya conozco y a gente que vaya pasando, más o menos tengo mis clientes. La primera vez no vendimos nada porque a la gente se le hacían muy caras, quince pesos por una empanada bien chiquita, y al otro día llegue con mi jefe en ceros y con todas las empanadas. Le bajó: a trece pesos una o cinco por $50, así ya se vendieron mejor—contó Carlos.
La preocupación no es el precio, sino la venta. En esta temporada, las gotas de lluvia comienzan a caer amenazando con un aguacero, las calles se empiezan a vaciar, la noche es fértil para aquellos que su trabajo es robar; se multiplican por la crisis. Tantas dificultades al costo del mismo salario.
—Llevamos un mes así y ahí vamos, más o menos agarrando la onda para saber vender, el sueldo sigue siendo el mismo. Tengo que entregarle a mi jefe un poco menos de mil pesos al día, lo que cubre casi tres días de mi salario.
—Se me hace injusto—dice Joss—porque ya no sólo es hacer, sino también vender, por la misma paga. El jefe debería de subir el sueldo por el hecho de salir a vender las piezas que él dice, pero al final él es el que gana, y demanda más tiempo.
Si no logra llegar a la meta antes del otro día, Carlos aún tiene una oportunidad en la mañana, de su casa al trabajo, recorriendo las calles, entre una colonia y otra, va ofreciendo las que no vendió. Debe calcular su tiempo para poder llegar al trabajo a las ocho de la mañana, y no siempre lo logra: “Hay veces que mi jefe lo entiende, por la situación, pero también me descuenta”—menciona.
Bajo esas condiciones Carlos tiene que salir, al contacto con las personas; con las empanadillas recién hechas, con el cubrebocas puesto, las manos limpias, el gel antibacterial untado y en el bolsillo para sentirse protegido ante el covid; con la esperanza de alcanzar la meta y no tener que salir al otro día, y con la ilusión de mantener a su familia que sobrepasa el temor a ser contagiado.
—Me preocupaba Carlos porque se enfermó, le dio tos y un poco de temperatura; fuimos al hospital y nos dijeron que sus pulmones estaban bien, que no era covid. Y era normal porque salía de ese lugar muy caliente a la calle, y el cambio de temperatura le afectó; después yo también me enferme, pero ya nos recuperamos.
Sin embargo, lejos del miedo ambos procuran estar tranquilos y buscar otras formas de sustento. El ingreso que Carlos tenía en la venta del tianguis está clausurado, al igual que los tianguis que comúnmente se extendían en las calles. Solamente dejan vender a los puestos ambulantes de alimentos y productos básicos. Joss se quedó sin trabajo, pero está en busca de otro.
—Unos dicen que el virus es mentira, otros que es verdad. Yo pienso que a lo mejor sí existe, porque un amigo de mi mamá tuvo covid y le dijeron que tenía que estar en un cuarto encerrado y tenía mucha temperatura. Pero también dicen que en una clínica les están poniendo una vacuna que mata a las personas, y que el gobierno les está pagando a los doctores para que lo hagan. Yo casi no le pongo atención a eso, no le tomo tanta importancia, veo las noticias y me canso y le cambio porque hablan de puro covid. No me da miedo, yo siento que si le pones más atención te da.
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