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Mi mascota es quien más disfruta del confinamiento social

  • Foto del escritor: David Sánchez.
    David Sánchez.
  • 26 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Han pasado poco más de cien días desde que comenzó la etapa de distanciamiento y aislamiento social. Penny, mi mascota, no es consciente del problema que atañe al mundo, sin embargo, lo disfruta.


Se trata de una adorable perrita, raza pug, de apenas tres años -en la escala de edad canina esto equivale a unos 29 años-, color cervato, hiperactiva, sumamente dormilona y con un peso de aproximadamente nueve kilos.

En la vieja normalidad se había acostumbrado a despedir a la familia apenas daban las ocho de la mañana, pues en casa todos debíamos partir a realizar nuestras actividades cotidianas para traerle un mendrugo a esta chiquilla.

Sé que el vernos partir le rompe el alma, pues la soledad por más de ocho horas diarias para una perrita que depende de nosotros resulta denigrante; sin embargo, no guarda rencor, siempre que llegamos nos recibe con el mayor de los afectos.


Desde que escucha que aseguramos el vehículo comienza su ritual de bienvenida: emite ladridos que se pueden escuchar por todos los rincones del hogar y que llegan con gran sonoridad hasta el carro. Cuando las llaves de la casa comienzan a campanear, ella rasga la entrada en el intento de abrirnos por su propia cuenta. Una vez desplegada la puerta, da un par de vueltas sobre su propio eje y se nos abalanza en búsqueda de caricias y de palabras que la hagan llenar el vacío generado en nuestra ausencia. Después corre a la sala y se pone boca arriba, mostrando la pancita que pronto recibe un masaje.

En esos momentos de calurosa bienvenida, tememos que algún día le vaya a dar un infarto, pues su frecuencia cardíaca suele aumentar de manera muy acelerada y el veterinario nos ha reiterado con cierta vehemencia que los perros de esta raza no pueden exponerse a grandes niveles de adrenalina, porque su genética no le favorece ante esas situaciones y en el peor de los escenarios podría infartarse.

Ahora esas despedidas y las calurosas bienvenidas han quedado atrás. Desde que el Gobierno de México implementó la Jornada Nacional de Sana Distancia el 23 de marzo, nos ha tocado estar en casa, nos ha tocado estar con Penny casi todas las horas de todos los días, ella lo disfruta y nosotros la disfrutamos (más) a ella.


A partir de nuestra estancia durante la mayor parte del día la hemos visto con mayor felicidad, ahora no tiene que sentir ese vacío en el alma cuando nos toca partir; no tiene que padecer el malestar que le causa la soledad; y mucho menos tiene que estar detrás de la puerta esperando por nuestro arribo.


La era de confinamiento ha hecho que conozcamos mejor a nuestra pequeña. Ahora sabemos que a mediodía acostumbra a acomodarse en el borde de la sala, en donde el sol le brinda un poco de calor, escena semejante a cuando un humano se tiende a la orilla de la playa para producir un poco de vitamina D en el cuerpo. Ahora sabemos que le gusta pasar la tarde mirando a través de la ventana lo que sucede en el exterior. Ahora sabemos que adora perseguir moscas, como gato tras ratón, y en caso de alcanzarlas, comerlas.

Lo que sigue siendo una incógnita es cuánto horas pasa esperando una señal que le indique nuestra llegada.




De las 24 horas que tiene el día, podría garantizar que Penny pasa más de la mitad durmiendo. Incluso cuando ha pasado un tiempo prolongado en sueños, si ve a algún miembro de la familia descansando, se solidariza y se echa al lado.


Cada que puede, nos hace ver que nuestra presencia le resulta reconfortante, le da energía y la llena de alegría saber que estamos con ella. Nos busca. Se crea espacios entre donde parece no haber con tal de sentirnos a su lado. No importa que su posición no sea la más cómoda, mientras se trate de nosotros, ella estará a gusto.

Las horas de comida son las que la han hecho la más feliz de esta casa. Desde que se da cuenta que estamos en el proceso culinario se encuentra atenta de ver cuál será su aperitivo. El proceso de cocción de los alimentos es el que más le agrada, lo noto porque ha tomado un lugar especial que le permite vista plena a la estufa y le garantiza que el olor permeado llegue hasta su nariz. Ya en la mesa, rasca a los pies de todos para ver quién cae y le da un poco de lo servido – no puedo resistir ante su mirada-, siendo yo el rival más débil.


Durante las sesiones de clase no tiene problema en estar junto a mí, en veces me brinda una especie de apoyo moral, otras veces lo que me brinda son todas las fuerzas del universo para acompañarla en una siesta -a la cual me resisto, desde luego-.

Hemos creado una atmósfera en esas horas, pues llega un punto en la mañana en que se sube a la mesa en la que tomo clases; se pone justo a la ventana para en primera instancia tomar aire por la venta; después de tomar unos minutos de oxígeno y de meditación se acomoda a un lado de la computadora, o en caso de que se lo permita, se acomoda encima del teclado. Me mira un par segundos, y finalmente toma un reposo de aproximadamente 20 minutos.


Ahora pienso en qué va a pasar con ella cuando termine la pandemia, es decir, cómo le haremos saber que nuestra vida vuelve al rumbo que tenía hace unos meses; cómo podrá entender que pese a nuestra ausencia, la llevamos con nosotros; cómo va a tomar la soledad después del gran apego acumulado en este tiempo; y cómo nos garantiza que no se va a infartar en uno de sus rituales por nuestra llegada.


Escribo esto mientras la observo en el centro de mi cama, durmiendo y seguramente soñando en que persigue a una de esas moscas que se infiltran en casa, lo supongo porque hace unos minutos movía su cuerpo tal como si emprendiera una carrera.

Seguro cuando intente subir a mi cama no se va a mover tan fácil del lugar que me corresponde, o va a acceder de mala gana: dando sacudidas violentas y golpeando con sus patas para mostrar enfado.

Probablemente la tenga que bajar, y ronroneando pedirá clemencia. Como es de costumbre, yo accederé a sus lamentos y después de darle un beso de buenas noches estaremos durmiendo.

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